miércoles, 21 de mayo de 2014

Una comunidad educativa inteligente.


He de admitir que tengo debilidad por un filósofo contemporáneo: José Antonio Marina. Hoy en día, es todo un referente en el mundo educativo. Su filosofía cargada de optimismo, irradia una templanza contagiosa y nos incita a conciliarnos con nosotros mismos, pero también con los otros (con nuestras parejas, con nuestros compañeros de trabajo, con nuestros jefes...), porque piensa que la inteligencia compartida debe -debería- funcionar en nuestro entorno: “Igual que tenemos muchos procedimientos para desarrollar la inteligencia individual, lo que hay que ver es cómo desarrollar la inteligencia compartida, pues es en ella donde se funda la convivencia social” 1 La inteligencia compartida, por tanto, es aquella que se pone en funcionamiento cuando las personas interactuamos, porque según él, cuando estamos en compañía (cuando dialogamos en compañía), somos más ocurrentes y llegamos a soluciones más eficientes.

Hace unos días, hablaba de la falta de entusiasmo entre el profesorado en la escuela a raíz de la lectura de una carta al director de un estudiante aparecida en El País2: “Estudiantes que estudian por estudiar y profesores a los que no les queda otra que enseñar por enseñar en un sistema educativo caótico. El pilar de la sociedad del mañana ya no enseña valores, ni siquiera a pensar y aquello por lo que tanto lucharon en su tiempo poco parece que nos importe.” A esto añadiría yo, para ser justos, que también hay padres que educan por educar. Y así, unos por otros, acabamos sumidos en un individualismo delirante.

¿Cómo superar este individualismo, pues? Pues tomando conciencia de nuestro puesto en la escuela, de que somos una comunidad educativa formada por profesores, familias y alumnos, y de que todos debemos tener los mismos objetivos. Marina habla del “clima de entusiasmo educativo” cuando se refiere a que todos los que forman parte de la vida de un centro deben sentirse, de verdad, parte de él, desde los “conserjes, secretaria, el chófer del autobús y hasta el encargado de la cafetería o el comedor. Fomentar la conciencia de un trabajo compartido es fundamental.”

Superar esa falta de entusiasmo de la comunidad educativa (incluidos los padres), ese clima de rancia rutina y resistencia al cambio pasa por superar ese individualismo que hace irrespirable el aire de un centro educativo. Quizás si todos (profesores, familias y alumnos) pudiéramos ejercitar esa inteligencia compartida más a menudo mediante, por ejemplo, días de convivencia, apertura de canales de comunicación (aprovechando las nuevas tecnologías) no tendríamos la sensación de estar aislados, de viajar en trenes que van en distintas direcciones.







1http://filosofiahoy.es/index.php/mod.pags/mem.detalle/idpag.6314/cat.4212/chk.cf75ef680b1828900e44d1d0801c9509.html
2http://elpais.com/elpais/2014/05/12/opinion/1399914295_771758.html

martes, 13 de mayo de 2014

El entusiasmo en la escuela.

Se acerca el final del curso académico. Como quien dice, está a la vuelta de la esquina. Ahora empiezan los últimos exámenes, los últimos trabajos, los últimos cuadernos que quedarán con hojas en blanco, los últimos juegos..., y la última fiesta, la de fin de curso, aquella que celebra con entusiasmo el paso de otro eslabón, que recompensa el esfuerzo de la comunidad educativa. Es como decir, “celebremos lo que hemos conseguido, porque el curso que viene ya no seremos los mismos”. Un verano obra maravillas en la personalidad (y en la biología) de nuestros pequeños. Por eso el próximo septiembre serán otros los alumnos que aparezcan en la puerta del aula. Y aunque sepamos que son ellos, en el fondo, sabremos que han cambiado.

Por eso la importancia de la fiesta de fin de curso. Porque de alguna manera, cada año es la última fiesta que celebraremos con cada uno de los grupos.

En mis días de colegio, recuerdo el revuelo creciente que esta fiesta causaba en el centro. Era como si de repente no importaran los exámenes.  Bueno, digamos que parecía que no importasen tanto. Y había un objetivo clarísimo para los alumnos y para el profesorado: demostrar ante los padres cuánto valíamos, lo bien que cantábamos, bailábamos o interpretábamos un papel.

No sé si con el pasar de los años mi percepción de los hechos me engaña, pero no recuerdo nunca a ninguna de mis maestras quejarse sobre el sobreesfuerzo que supone preparar a los alumnos para el gran día. Muy al contrario. ¿Sabéis lo que de verdad recuerdo? El entusiasmo. Esta palabra proviene del griego, en-theos (dios), es decir, poseído por un dios. Pero theos (dios) también significa algo así como lo enérgico. Por lo tanto el entusiasmo es aquella fuerza o pasión que sentimos desde dentro, es ese arrebato inexplicable que nos conmueve, es esa energía que puede ser tan contagiosa y contra la que no hay medicina preventiva que valga.
Es este entusiasmo el que echo en falta entre el profesorado hoy en día. Los recortes en educación y la implantación de la LOMCE  parecen haber hecho mella en las aulas de una manera mucho más profunda de lo que imaginamos. Quizás aquellos hombres grises de Momo estén invadiendo la enseñanza con sus relojes y su rutina, y de repente todo pueda tener su valor económico, todo pueda ser reducido a números.

Señores profesores, entiendo que escaseen los recursos materiales, y, claro está, entiendo su disgusto al respecto. Pero permítanme que levante la mano, porque no entiendo una escuela en la que no se contagie el entusiasmo por aprender a vivir de manera plena, más allá de los libros. Las fiestas, las salidas a museos, teatros y demás excursiones, deben formar parte de la vida de un centro, pero no como un mero trámite, sino de verdad, vividas desde dentro, con entusiasmo.